Introducción
En los albores del siglo XXI, la medicina ha alcanzado una sofisticación técnica sin precedentes. Laboratorios de cateterismo cardíaco —núcleos de alta complejidad clínica— representan hoy la frontera tecnológica del tratamiento cardiovascular. Sin embargo, en medio de dispositivos de última generación y decisiones rápidas, emergen con fuerza preguntas que trascienden lo clínico: ¿qué significa actuar bien cuando la vida pende de minutos? ¿Cuál es el lugar de la fe, de la convicción moral, de la compasión, cuando la racionalidad médica no basta para decidir?
La deliberación bioética en estos escenarios no es un ejercicio abstracto, sino una urgencia que desafía el alma misma del acto médico. Entre el conocimiento científico y la incertidumbre del pronóstico, el profesional se enfrenta no solo a datos, sino a personas: biografías marcadas por creencias, esperanzas, miedos y, a menudo, profundas convicciones religiosas. Es allí donde convergen fe, razón, ciencia y espiritualidad en la toma de decisiones[1].
Este artículo propone una mirada desde la bioética clínica al espacio singular del laboratorio de cateterismo cardíaco, integrando el horizonte científico con los valores del profesionalismo médico y las dimensiones espirituales que acompañan al acto de curar. Inspirados por la figura del Dr. José Gregorio Hernández —médico, científico y creyente— y por los principios de la Carta sobre el Profesionalismo Médico del nuevo milenio[2], exploraremos cómo deliberar éticamente en la práctica invasiva cuando la vida está en juego.
El contexto clínico: decisiones críticas en el laboratorio de hemodinamia
El laboratorio de cateterismo cardíaco representa un espacio clínico donde convergen la alta tecnología, la precisión diagnóstica y la urgencia terapéutica. En él, la toma de decisiones no se limita a la ejecución de procedimientos, sino que se extiende hacia una compleja trama de elecciones éticas que involucran al paciente, al equipo médico y a las instituciones. La inmediatez de los eventos —como el manejo de un infarto agudo de miocardio, la intervención de una arteria ocluida, o el rechazo de una vía invasiva por parte del paciente— convierte a este espacio en un verdadero laboratorio moral, donde cada segundo cuenta y cada elección puede implicar consecuencias de vida o muerte.
En los contextos latinoamericanos, y particularmente en Venezuela, este escenario se complejiza aún más debido a limitaciones estructurales del sistema de salud: desabastecimiento de insumos, inequidad en el acceso a terapias, ausencia de cobertura aseguradora en la mayoría de los casos, y estructuras administrativas que no garantizan el derecho universal a la atención cardiovascular de alta complejidad. Bajo estas condiciones, el médico se ve obligado a decidir no sólo en términos clínicos, sino también con base en la justicia distributiva, la responsabilidad institucional y su propia conciencia ética.
En el centro de estas decisiones se encuentran los pacientes: personas que no solo portan una enfermedad, sino también una historia vital, un sistema de creencias, valores culturales y, con frecuencia, una cosmovisión religiosa que influye profundamente en sus decisiones. En muchas ocasiones, los pacientes o sus familiares apelan a la fe para justificar su aceptación o rechazo de un procedimiento, o para encontrar sentido a su sufrimiento. Estas manifestaciones espirituales, lejos de ser ajenas al acto médico, deben ser reconocidas y abordadas con respeto, empatía y competencia ética.
Del mismo modo, el equipo médico —intervencionistas, anestesiólogos, enfermeros, técnicos— se enfrenta a dilemas que no siempre pueden resolverse con base en guías clínicas o evidencia científica. ¿Qué hacer cuando el cateterismo está indicado, pero el paciente se niega por motivos religiosos? ¿Cómo actuar cuando no hay recursos para completar un tratamiento óptimo? ¿Es justo iniciar un procedimiento invasivo en un paciente sin posibilidades de continuidad terapéutica ni apoyo familiar? Estas son preguntas reales que exigen no solo ciencia y habilidad técnica, sino también discernimiento moral[3].
El profesionalismo médico como marco integrador
En medio de los desafíos clínicos, estructurales y morales del laboratorio de cateterismo cardíaco, el profesionalismo médico se erige como un marco de referencia indispensable[4]. No se trata simplemente de una actitud deseable, sino de un compromiso ético que define el ser y quehacer del médico como agente moral en la sociedad. La Carta del Profesionalismo Médico del nuevo milenio —elaborada por el American Board of Internal Medicine, el American College of Physicians y la Federación Europea de Medicina Interna— establece principios fundamentales que orientan la conducta médica en un mundo de creciente complejidad científica, pluralismo ético y presión institucional.
En este documento se definen tres principios fundamentales:
Primacía del bienestar del paciente: el médico debe poner los intereses del paciente por encima de cualquier otra consideración, incluidas las económicas, institucionales o personales.
Autonomía del paciente: implica no sólo respetar las decisiones del paciente, sino también promover una toma de decisiones informada, libre y deliberativa.
Justicia social: compromete al médico con la equidad en el acceso a los recursos de salud y en la distribución justa de los mismos, especialmente en contextos de escasez o discriminación estructural.
Aplicados al laboratorio de hemodinamia, estos principios cobran una dimensión particularmente crítica. La primacía del bienestar del paciente se convierte en una exigencia real cuando se deben tomar decisiones rápidas bajo presión: un stent colocado a tiempo puede salvar una vida, pero también puede implicar consecuencias si no existen garantías de seguimiento o tratamiento antiplaquetario. La autonomía plantea interrogantes complejos cuando los pacientes se enfrentan a decisiones que no comprenden del todo o que contradicen sus creencias religiosas; respetarla implica no solo informar, sino también escuchar y acompañar. Por su parte, la justicia social interpela la conciencia del médico cuando debe decidir quién accede a un insumo limitado, o si es ético intervenir a un paciente sin posibilidades de continuidad terapéutica posterior.
A esto se suman una serie de compromisos derivados que enriquecen el profesionalismo, tales como: mantener la confidencialidad, mejorar la calidad del cuidado, utilizar los recursos con sabiduría, educar al paciente y resistir cualquier forma de discriminación o coacción externa. Estos compromisos, más que cláusulas deontológicas, constituyen principios de acción en entornos como el de la hemodinamia, donde el dilema no es si actuar, sino cómo hacerlo bien.
José Gregorio Hernández como símbolo de síntesis entre ciencia y fe
La figura del Beato Dr. José Gregorio Hernández (1864–1919) encarna una de las expresiones más acabadas del equilibrio entre la racionalidad científica, la vocación clínica y la espiritualidad profunda[5]. Médico, investigador, docente universitario y creyente, Hernández fue pionero de la medicina experimental en Venezuela, promotor de la enseñanza de la bacteriología y la histología, y cofundador de la Academia Nacional de Medicina. Pero más allá de su legado técnico, su vida representa un paradigma ético y espiritual que sigue interpelando a generaciones de profesionales de la salud.
En José Gregorio Hernández convergen tres dimensiones esenciales del quehacer médico contemporáneo: el rigor científico, la responsabilidad ética y la sensibilidad trascendente. En una época donde se consolidaba el positivismo médico y se marginaban las cosmovisiones religiosas en el ámbito clínico, Hernández defendió con convicción la compatibilidad entre el saber científico y la fe cristiana, entre la investigación empírica y la compasión por el enfermo[6]. En palabras del propio Beato: “el alma venezolana es esencialmente apasionada por la filosofía […]; yo publico mi filosofía, la mía, la que yo he vivido” —una filosofía vivencial donde la ciencia no niega a Dios, sino que lo busca en el rostro del otro.
Su práctica médica estaba profundamente impregnada de espiritualidad. Atendía a los pacientes con humildad, sin distinción social, reconociendo en cada uno de ellos no solo un cuerpo enfermo, sino una persona sagrada, portadora de dignidad y misterio. Para Hernández, el ejercicio clínico no era un trabajo técnico, sino un apostolado: un modo de servir a Cristo en los cuerpos llagados de los pobres, un acto sacramental donde ciencia y caridad se abrazaban.
Este modelo resulta especialmente iluminador en espacios como el laboratorio de hemodinamia, donde el médico intervencionista se ve constantemente ante el sufrimiento humano en su dimensión más aguda. En estos escenarios, evocar el testimonio de José Gregorio Hernández permite reconectar el acto médico con su dimensión moral y espiritual. Él nos recuerda que cada paciente es más que un caso clínico: es un “otro” con alma, historia, afectos y, muchas veces, con una fe que otorga sentido a su padecimiento.
Su legado puede ser comprendido como una bioética encarnada: no solo pensada, sino vivida. Un testimonio que no separa ciencia y compasión, técnica y humanismo, sino que los integra en una sola vocación. El Dr. Hernández no fue simplemente un científico creyente, sino un médico cuya fe se tradujo en ciencia con conciencia y en servicio con sentido.
En tiempos donde los dilemas éticos del laboratorio de cateterismo nos obligan a decidir bajo presión, la figura del Beato ofrece un punto de anclaje: actuar con excelencia técnica, pero con el corazón abierto al dolor del otro; respetar la autonomía del paciente, pero también cuidar su alma; salvar la arteria, sin olvidar al ser humano.
Fe, religión y deliberación bioética
La fe y la religión no son dimensiones accesorias, sino estructuras de sentido que orientan decisiones clínicas en escenarios críticos[1]. En escenarios como el hemodinámico —marcado por decisiones rápidas, a menudo irreversibles—, la deliberación ética no puede prescindir de las convicciones espirituales que sostienen a las personas involucradas. La fe puede motivar al paciente a aceptar o rechazar procedimientos, condicionar su interpretación del riesgo, o reforzar su confianza en el equipo tratante. Lejos de constituir un obstáculo para la medicina racional, la fe puede ofrecer un soporte existencial ante el dolor, y una fuente de consuelo que facilita la toma de decisiones compartidas, especialmente cuando se acompaña de un diálogo clínico ético y respetuoso.
Desde la perspectiva del médico, la dimensión religiosa también puede ser un elemento significativo en su manera de comprender el acto de curar. En muchos casos, como en el legado de José Gregorio Hernández, la fe se convierte en fuente de fortaleza moral, en una reserva ética ante la fatiga de compasión, y en un freno contra la despersonalización que puede imponer la tecnocracia médica. En efecto, no se trata de contraponer ciencia y religión, sino de integrarlas bajo una ética del cuidado que respete tanto la evidencia como la espiritualidad.
En este sentido, la deliberación bioética permite articular estos elementos en el proceso de toma de decisiones. A través del diálogo interdisciplinario y empático, la deliberación clínica considera no sólo los datos biomédicos, sino también los valores del paciente, sus creencias, sus límites morales y sus expectativas trascendentes. El médico deja de ser un mero operador técnico para convertirse en un acompañante moral, alguien que, además de intervenir, escucha, reflexiona y cuida. Así, la deliberación ética se transforma en un acto profundamente humano, donde ciencia y fe no se excluyen, sino que se fecundan mutuamente.
Cuando un paciente se niega a una intervención por motivos religiosos, el médico no debe responder con juicio o desprecio, sino con escucha activa, explorando sus razones desde el respeto y la compasión. Cuando la familia invoca la oración como parte del proceso terapéutico, el equipo debe poder reconocer el valor simbólico y afectivo de esa práctica, sin renunciar al juicio clínico[7]. Y cuando el médico se siente moralmente en conflicto por la naturaleza de una intervención, la bioética ofrece el espacio para discernir sin imponer, para actuar sin violentar, para decidir sin desarraigar el sentido.
Conclusión: el médico como deliberador moral
En el laboratorio de cateterismo cardíaco, donde el tiempo apremia, las tecnologías avanzan y la vida se decide en minutos, el acto médico corre el riesgo de reducirse a una ejecución técnica. Sin embargo, como hemos argumentado a lo largo de este artículo, ese mismo entorno exige más que nunca una presencia ética consciente, una sabiduría integradora y un compromiso humano radical. El médico no es solamente un ejecutor de guías clínicas; es, ante todo, un sujeto moral que delibera, que acompaña, que reconoce la dignidad del paciente incluso en medio de la urgencia.
El profesionalismo médico —fundado en la primacía del bienestar del paciente, la autonomía y la justicia— proporciona una brújula ética frente a las complejidades del entorno hospitalario contemporáneo. Y cuando se articula con la bioética clínica, se convierte en una herramienta viva para la toma de decisiones en contextos de alta vulnerabilidad. En ese marco, las creencias religiosas del paciente, y también del médico, no deben ser silenciadas ni subestimadas, sino reconocidas como parte del entramado que da sentido al cuidado y al sufrimiento[3].
La figura del Beato José Gregorio Hernández nos recuerda que la ciencia y la fe no son caminos opuestos, sino dos dimensiones del mismo compromiso con la verdad, la compasión y la justicia. Su legado nos invita a una práctica médica donde la técnica se humaniza, la ética se encarna y la espiritualidad se vuelve fuente de fortaleza, no de dogma. En esa visión, el laboratorio de cateterismo deja de ser solo un lugar de intervención física para convertirse también en un espacio de deliberación moral, donde se cura con las manos, pero también con el juicio, con la palabra y con el alma.
Hoy más que nunca, se requiere una medicina capaz de integrar razón y espiritualidad, evidencia y empatía, ciencia y compasión. Una medicina que no solo revascularice arterias, sino que restituya sentidos. Una medicina donde el médico sea no solo un técnico experto, sino un ser deliberativo, comprometido con la vida en todas sus dimensiones.
Tulio José Núñez Medina
Cardiólogo Clínico e Intervencionista
Bioética Clínica,
Cátedra Internacional de Bioética Jérôme Lejeune
Referencias
- Núñez Medina TJ. Dimensión bioética y religiosa de la cardiología intervencionista: El significado de José Gregorio Hernández como símbolo profesional. Instituto Educardio; 2025. Disponible en: https://institutoeducardio.org/dimension-bioetica-y-religiosa-de-la-cardiologia-intervencionista/
- ABIM Foundation, ACP-ASIM Foundation, European Federation of Internal Medicine. Medical professionalism in the new millennium: a physician charter. Ann Intern Med. 2002 Jan 15;136(3):243–6. doi:10.7326/0003-4819-136-3-200202050-00012
- Núñez Medina TJ. José Gregorio Hernández entre la fe, la ciencia y lo gremial: Una reflexión bioética plural. Instituto Educardio; 2025. Disponible en: https://institutoeducardio.org/33664-2/
- El profesionalismo médico en el nuevo milenio [Documento Word]. Gizmo; 2025.
- Núñez Medina TJ. José Gregorio Hernández y la encrucijada del profesionalismo médico. Instituto Educardio; 2025. Disponible en: https://institutoeducardio.org/jose-gregorio-hernandez-y-la-encrucijada-del-profesionalismo-medico/
- Ontiveros E, Montilva J, Contreras W, eds. José Gregorio Hernández: biografía de la ejemplaridad. Mérida: Academia de Mérida; 2020.
- Núñez Medina TJ. Oración bioética al Dr. José Gregorio Hernández. Frente a la crisis cardiovascular en Mérida y en Venezuela. Instituto Educardio; 2025. Disponible en: https://institutoeducardio.org/entre-la-ciencia-la-fe-y-la-justicia-social-una-oracion-bioetica-por-la-salud-cardiovascular-en-venezuela/